domingo, 25 de septiembre de 2011

Excursus on the Sense of Time

There is, after all, something peculiar about the process of habituating oneself in a new place, the often laborious fitting in and getting used, which one undertakes for its own sake, and of set purpose to break it all off as soon as it is complete, or not long thereafter, and to return to one’s former state. It is an interval, an interlude, inserted,with the object of recreation, into the tenor of life’s main concerns; its purpose the relief of the organism, which is perpetually busy at its task of self-renewal, and which was in danger, almost in process, of being vitiated, slowed down, relaxed, by the bald, unjointed monotony of its daily course. But what then is the cause of this relaxation, this slowing-down that takes place when one does the same thing for too long at a time? It is not so much physical or mental fatigue or exhaustion, for if that were the case, then complete rest would be the best restorative. It is rather something psychical; it means that the perception of time tends, through periods of unbroken uniformity, to fall away; the perception of time, so closely bound up with the consciousness of life that the one may not be weakened without the other suffering a sensible impairment. Many false conceptions are held concerning the nature of tedium. In general it is thought that the interestingness and novelty of the time-content are what “make the time pass”; that is to say, shorten it; whereas monotony and emptiness check and restrain its flow. This is only true with reservations. Vacuity, monotony, have, indeed, the property of lingering out the moment and the hour and of making them tiresome. But they are capable of contracting and dissipating the larger, the very large timeunits, to the point of reducing them to nothing at all. And conversely, a full and interesting content can put wings to the hour and the day; yet it will lend to the general passage of time a weightiness, a breadth and solidity which cause the eventful years to flow far more slowly than those poor, bare, empty ones over which the wind passes and they are gone. Thus what we call tedium is rather an abnormal shortening of the time consequent upon monotony. Great spaces of time passed in unbroken uniformity tend to shrink together in a way to make the heart stop beating for fear; when one day is like all the others, then they are all like one; complete uniformity would make the longest life seem short, and as though it had stolen away from us unawares. Habituation is a falling asleep or fatiguing of the sense of time; which explains why young years pass slowly, while later life flings itself faster and faster upon its course. We are aware that the intercalation of periods of change and novelty is the only means by which we can refresh our sense of time, strengthen, retard, and rejuvenate it, and therewith renew our perception of life itself. Such is the purpose of our changes of air and scene, of all our sojourns at cures and bathing resorts; it is the secret of the healing power of change and incident. Our first days in a new place, time has a youthful, that is to say, a broad and sweeping, flow, persisting for some six or eight days. Then, as one “gets used to the place,” a gradual shrinkage makes itself felt. He who clings or, better expressed, wishes to cling to life, will shudder to see how the days grow light and lighter, how they scurry by like dead leaves, until the last week, of some four, perhaps, is uncannily fugitive and fleet. On the other hand, the quickening of the sense of time will flow out beyond the interval and reassert itself after the return to ordinary existence: the first days at home after the holiday will be lived with a broader flow, freshly and youthfully—but only the first few, for one adjusts oneself more quickly to the rule than to the exception; and if the sense of time be already weakened by age, or—and this is a sign of low vitality—it was never very well developed, one drowses quickly back into the old life, and after four-and-twenty hours it is as though one had never been away, and the journey had been but a watch in the night.

En el fondo constituye una aventura singular esta adaptación a un lugar extraño, este total cambio de hábitos, a veces penoso,que en cierta manera, se produce automáticamente pero con la clara intención, en cuanto se haya asimilado (o al poco tiempo) de volver a cambiar y retomar el estado y las costumbres de siempre. Uno interpreta esta fase como un paréntesis, un breve interludio en el transcurso principal de la existencia cuyo fin viene a ser recuperarse, es decir: someter a un proceso de renovación y cambio al organismo que, por un estilo de vida monótono, corre el peligro o ya esta apunto de oxidarse, acostumbrarse mal y volverse insensible. ¿Pero cual es realmente la causa de ese debilitamiento y esa oxidación del organismo que resultan de la monotonía? No se trata de un cansancio y un desgaste físico y químico, fruto de las exigencias de la vida( pues para remediarlo bastaría con reposo), sino más bien de algo espiritual: la conciencia del paso del tiempo, que, ante la monotonía ininterrumpida, corre el riesgo de perderse y que esta tan estrechamente emparentada y ligada a la conciencia de la vida que, cuando la una se debilita, es inevitable que la otra sufra también un considerable debilitamiento. Se han difundido muchas teorías erróneas sobre la naturaleza del hastío. En general, se piensa que, cuando algo es nuevo e interesante, hace pasar el tiempo, es decir, lo abrevia, mientras que la monotonía y el vacío entorpecen su marcha y hacen que se estanque. No obstante, esto no es del todo exacto. Cierto es que la monotonía y el vacío pueden dar la sensación de estirar el momento, las horas, de manera que se hagan largas y aburridas; pero no es menos cierto que, en el caso de grandes o grandísimas extensiones de tiempo, lo que hacen es abreviarlas, neutralizarlas hasta reducirlas a algo nimio. A la inversa, un acontecimiento novedoso e interesante es sin duda capaz de hacer más corta y fugaz una hora e incluso un día, pero, considerando el conjunto, confiere al paso del tiempo una mayor amplitud, peso y solidez, de manera que los años ricos en acontecimientos transcurren con mayor lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y que pasan volando. Lo que llamamos hastío, pues, es consecuencia de la enfermiza sensación de brevedad del tiempo provocada por la monotonía. Los grandes periodos de tiempo, cuando transcurren con una monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse en una medida que espanta moralmente al espíritu. Cuando un día es igual que los demás, es como si todos ellos no fueran más que un único día; y una monotonía total convertiría hasta la vida más larga en un soplo que, sin querer, se llevaría el viento. La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre. Sabemos perfectamente que introducir cambios y nuevas costumbres es el único medio del que disponemos para mantenernos vivos, para refrescar nuestra percepción del tiempo, en definitiva, para rejuvenecer, refortalecer y ralentizar nuestra experiencia del tiempo y, con ello, renovar nuestra conciencia de la vida en general.
Éste es el objetivo del cambio de aires o lugar, del viaje de recreo: la recuperación que permite lo episódico, la variación. Los primeros días de permanencia en un lugar nuevo transcurren a un ritmo juvenil, es decir, robusto y desahogado y esta fase comprende unos seis u ocho días. Pero luego, en medida en que uno se adapta, comienza a sentir cómo se va acortando; quien aprecia la vida o, mejor aún, quien desea apreciarla, percibe con horror cómo los días se van haciendo ligeros y fugaces de nuevo, y la última semana- por ejemplo, de cuatro- posee una rapidez y fugacidad terribles. Evidentemente, el rejuvenecimiento de nuestra conciencia del tiempo se hace patente al salir otra vez de esta nueva rutina y se manifiesta cuando retomamos nuestra vida de siempre. Los primeros días en casa después de haber estado fuera nos parecen también nuevos, desahogados y juveniles, pero eso es sólo al principio, pues uno se acostumbra más deprisa a la regularidad que a su interrupción, y cuando nuestro sentido del tiempo ya esta marcado por la edad, o -y esto es signo de una debilidad congénita- no ha estado nunca muy desarrollado, se vuelve a adormecer rápidamente y, al cabo de veinticuatro horas, es como si nunca nos hubiésemos marchado y el viaje no hubiese sido más que un sueño de una noche.


Writer: Thomas Mann (Magic Mountain)

Picture by Ivan Urarte

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