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En el fondo constituye una aventura singular esta adaptación a un lugar extraño, este total cambio de hábitos, a veces penoso,que en cierta manera, se produce automáticamente pero con la clara intención, en cuanto se haya asimilado (o al poco tiempo) de volver a cambiar y retomar el estado y las costumbres de siempre. Uno interpreta esta fase como un paréntesis, un breve interludio en el transcurso principal de la existencia cuyo fin viene a ser recuperarse, es decir: someter a un proceso de renovación y cambio al organismo que, por un estilo de vida monótono, corre el peligro o ya esta apunto de oxidarse, acostumbrarse mal y volverse insensible. ¿Pero cual es realmente la causa de ese debilitamiento y esa oxidación del organismo que resultan de la monotonía? No se trata de un cansancio y un desgaste físico y químico, fruto de las exigencias de la vida( pues para remediarlo bastaría con reposo), sino más bien de algo espiritual: la conciencia del paso del tiempo, que, ante la monotonía ininterrumpida, corre el riesgo de perderse y que esta tan estrechamente emparentada y ligada a la conciencia de la vida que, cuando la una se debilita, es inevitable que la otra sufra también un considerable debilitamiento. Se han difundido muchas teorías erróneas sobre la naturaleza del hastío. En general, se piensa que, cuando algo es nuevo e interesante, hace pasar el tiempo, es decir, lo abrevia, mientras que la monotonía y el vacío entorpecen su marcha y hacen que se estanque. No obstante, esto no es del todo exacto. Cierto es que la monotonía y el vacío pueden dar la sensación de estirar el momento, las horas, de manera que se hagan largas y aburridas; pero no es menos cierto que, en el caso de grandes o grandísimas extensiones de tiempo, lo que hacen es abreviarlas, neutralizarlas hasta reducirlas a algo nimio. A la inversa, un acontecimiento novedoso e interesante es sin duda capaz de hacer más corta y fugaz una hora e incluso un día, pero, considerando el conjunto, confiere al paso del tiempo una mayor amplitud, peso y solidez, de manera que los años ricos en acontecimientos transcurren con mayor lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y que pasan volando. Lo que llamamos hastío, pues, es consecuencia de la enfermiza sensación de brevedad del tiempo provocada por la monotonía. Los grandes periodos de tiempo, cuando transcurren con una monotonía ininterrumpida, llegan a encogerse en una medida que espanta moralmente al espíritu. Cuando un día es igual que los demás, es como si todos ellos no fueran más que un único día; y una monotonía total convertiría hasta la vida más larga en un soplo que, sin querer, se llevaría el viento. La costumbre hace que la conciencia del tiempo se adormezca o, mejor dicho, quede anulada, y si los años de la niñez son vividos lentamente y luego el resto de la vida se desarrolla cada vez más deprisa y se acelera, también se debe a la costumbre. Sabemos perfectamente que introducir cambios y nuevas costumbres es el único medio del que disponemos para mantenernos vivos, para refrescar nuestra percepción del tiempo, en definitiva, para rejuvenecer, refortalecer y ralentizar nuestra experiencia del tiempo y, con ello, renovar nuestra conciencia de la vida en general.
Éste es el objetivo del cambio de aires o lugar, del viaje de recreo: la recuperación que permite lo episódico, la variación. Los primeros días de permanencia en un lugar nuevo transcurren a un ritmo juvenil, es decir, robusto y desahogado y esta fase comprende unos seis u ocho días. Pero luego, en medida en que uno se adapta, comienza a sentir cómo se va acortando; quien aprecia la vida o, mejor aún, quien desea apreciarla, percibe con horror cómo los días se van haciendo ligeros y fugaces de nuevo, y la última semana- por ejemplo, de cuatro- posee una rapidez y fugacidad terribles. Evidentemente, el rejuvenecimiento de nuestra conciencia del tiempo se hace patente al salir otra vez de esta nueva rutina y se manifiesta cuando retomamos nuestra vida de siempre. Los primeros días en casa después de haber estado fuera nos parecen también nuevos, desahogados y juveniles, pero eso es sólo al principio, pues uno se acostumbra más deprisa a la regularidad que a su interrupción, y cuando nuestro sentido del tiempo ya esta marcado por la edad, o -y esto es signo de una debilidad congénita- no ha estado nunca muy desarrollado, se vuelve a adormecer rápidamente y, al cabo de veinticuatro horas, es como si nunca nos hubiésemos marchado y el viaje no hubiese sido más que un sueño de una noche.
Writer: Thomas Mann (Magic Mountain)
Picture by Ivan Urarte
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